
Ser hijo único marcó mi vida de una manera que, a veces, me cuesta explicar. Me acostumbré a ser el centro de atención en casa, a tener siempre la razón y a lidiar con la soledad como una compañera constante. Pero esa dinámica cambió radicalmente cuando el conflicto se instaló entre papá y mamá, convirtiéndome en el peón de sus discusiones.
El divorcio de mis padres marcó el inicio de una etapa turbulenta en mi adolescencia. Mi madre y mi abuela, preocupadas por mi bienestar emocional, decidieron apostar por la ayuda de especialistas. Aunque al principio dudaba, pronto me vi inmerso en sesiones de terapia para lidiar con la ansiedad y la depresión que me consumían. El Dr. Sáenz, a quien guardo un profundo respeto y gratitud, fue un faro en medio de la tormenta, recomendándonos terapia familiar para sanar las heridas más profundas.
Pero papá se resistía. Para él, hablar de salud mental era un tabú, un tema prohibido que prefería ignorar. Su visión distorsionada de los tratamientos psicológicos, alimentada por el estigma social, lo llevaba a creer que eran solo caprichos o una búsqueda de atención. Y así, se convirtió en un muro infranqueable en nuestro camino hacia la sanación.
Permanecí inmóvil, sin emitir ni una palabra. Durante horas enteras, me aferré a la quietud, como un actor en el escenario de una tragedia silenciosa. En la penumbra de la noche, el eco de los sollozos llenaba la habitación, una sinfonía desgarradora que resonaba en los rincones de mi alma. Todos lloraban a su manera, sumidos en un dolor compartido, mientras yo simulaba un sueño profundo en la cama de mi abuela, con el corazón encogido bajo una posición fetal.
Noche tras noche, el ritual se repetía, una danza macabra de lágrimas y susurros que nos envolvía en su oscuro abrazo. Pero esa noche, la rutina se rompió. La visita inevitable de los hombres de blanco irrumpió en nuestras vidas, como fantasmas en busca de respuestas en un mundo de sombras, junto a la de nuestros vecinos, testigos mudos de nuestra tragedia familiar
Fue entonces cuando sentí el deseo irrefrenable de buscar consuelo en los brazos de mi madre, como un niño perdido en un mar de lágrimas. Antes de partir, me aferré a ella con toda la fuerza de mi ser, buscando refugio en sus palabras de aliento.
—¡Ánimo, Gonzalo! Estaremos juntos siempre, recuérdalo, ¿sí? Siempre.
Las lágrimas brotaron de mis ojos como un torrente desbocado, incapaz de contener el dolor que amenazaba con ahogarme. Aquella noche, en medio de la oscuridad, vi las cicatrices que el tiempo había dejado en mi piel, marcando mi cuerpo con el peso de los recuerdos.
Recuerdo esa última noche en casa, antes de ser llevado lejos de mi madre con mucho pesar. El dolor y la desesperación se apoderaban de mí mientras la abrazaba con fuerza, temiendo que fuera la última vez que la tuviera cerca. Sus palabras de aliento, su promesa de estar siempre juntos, resonaron en mi mente como un eco de esperanza en medio de la oscuridad.
Desde entonces, he cargado con las cicatrices invisibles de ese tiempo turbulento. Las huellas de la enfermedad mental, las marcas del sufrimiento, grabadas en lo más profundo de mi ser. Y aunque he aprendido a convivir con ellas, a aceptarlas como parte de mi historia, no puedo evitar sentir vergüenza y dolor cada vez que las veo reflejadas en mi piel.
Caminar por los pasillos del hospital de Magdalena, era como adentrarse en un laberinto de sombras y susurros. El aire estaba impregnado de un olor a desesperación, un eco sordo que resonaba en los rincones más oscuros de mi mente.
El pabellón designado era un mundo aparte, donde las paredes parecían susurrar secretos olvidados y los pasillos se retorcían como serpientes en busca de presas indefensas. Al entrar, el paisaje cambiaba por completo, dejando atrás la luz del día para sumergirse en la penumbra de la noche eterna.
Entre las sombras, encontré a Mishino, mi fiel compañero en esta odisea de la mente. Juntos, enfrentamos los desafíos del internado, compartiendo las migajas de pan con leche que guardaba celosamente en mi bolsillo. Él me seguía a todas partes, como una sombra silenciosa que me recordaba que nunca estaba solo en este viaje hacia la redención.
Aunque los recuerdos del pasado seguían acechando en las sombras, Mishino era mi ancla en medio de la tormenta, un recordatorio de que siempre hay luz en la oscuridad. Con él a mi lado, enfrenté los desafíos del internado con valentía y determinación, sabiendo que juntos podríamos superar cualquier obstáculo que se interpusiera en nuestro camino.
¿Has notado alguna vez a alguien caminando con pasos lentos, como si estuviera en piloto automático? ¿O tal vez con una mirada perdida, como si estuviera buscando respuestas en un universo distante? Esos son signos reveladores de alguien que probablemente lucha contra sus propios demonios, que está atrapado en la telaraña de una enfermedad mental.
El entorno en el que vivimos juega un papel crucial en cómo percibimos y tratamos a aquellos que luchan contra enfermedades mentales. Si decimos que estamos lidiando con una enfermedad física como el cáncer, probablemente recibiremos compasión y apoyo. Pero si mencionamos un trastorno mental, la reacción puede ser muy diferente. Algunos podrían asustarse, otros podrían alejarse, y eso puede ser profundamente doloroso.
Hablar abiertamente sobre la salud mental solía ser un tabú, algo de lo que no se hablaba en voz alta. Pero con el tiempo, esa percepción ha ido cambiando. Aunque todavía hay quienes se niegan a entender. Encontrar comprensión entre nuestros seres cercanos es un paso invaluable hacia la sanación.
Recuerdo los días en los que sentía que las paredes mismas estaban pintadas con estigmas y prejuicios. Las miradas de lástima y los susurros detrás de mi espalda eran una constante recordatorio de que no todos entendían mi lucha. Pero aprendí a ignorar esas voces y a concentrarme en el apoyo de aquellos que realmente importaban.
A los catorce años, me vi enfrentando desafíos que la mayoría de los adolescentes ni siquiera pueden imaginar. El humo del cigarrillo se convirtió en mi escape, mientras que el diagnóstico de un trastorno mental marcó el comienzo de un viaje que nunca había imaginado.
La universidad se convirtió en mi refugio, un lugar donde podía destacar y sentirme útil, a pesar de mis batallas internas. Sin embargo, incluso allí, enfrenté el estigma y la discriminación, recordatorios crueles de que la ignorancia todavía prevalece en nuestra sociedad.
A pesar de todo, he aprendido a abrazar mis altibajos y a encontrar fuerza en mi vulnerabilidad. El tratamiento que una vez parecía tan aterrador se ha convertido en mi salvación, una luz brillante en medio de la oscuridad.
Las cicatrices en mi piel son testigos mudos de las batallas que libré en el camino hacia la sanación. Aunque el dolor sigue latente en lo más profundo de mi ser, sé que tengo el coraje para enfrentar el futuro con valentía y determinación. Porque, aunque el camino sea difícil, siempre habrá luz que guíe el camino. También he encontrado consuelo en los pequeños gestos de solidaridad y comprensión. En las miradas compasivas de aquellos que, como yo, han luchado en silencio contra sus propios monstruos. En el amor incondicional de quienes han estado a mi lado, apoyándome en los momentos más difíciles.
Hoy, a mis 24 años puedo decir que estoy en un mejor lugar. El tratamiento ha sido mi salvación, mi tabla de salvación en medio de la tormenta. Y aunque sé que el camino hacia la recuperación es largo y difícil, estoy decidido a continuar.
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