Éramos niños, sí, pero en nuestras venas corría la determinación de enfrentar el mundo con una valentía que solo la inocencia puede otorgar. En aquellos partidos improvisados, el arco estaba formado por la imaginación desbordante, dos mochilas o bolsas de basura que se convertían en testigos humildes de nuestra creatividad. No importaba la falta de porterías reales o un césped perfectamente recortado; para nosotros, aquel lugar árido y desolado era un estadio de fútbol donde los sueños se hacían realidad con cada gol marcado.
—¡Vamos, Pepe, demuestra tu magia con el balón! —exclamaba yo, animando a mi amigo mientras nos preparábamos para el partido.
—¡Claro que sí, hermano! ¡Hoy vamos a dejarlo todo en la cancha! —respondía Pepe con entusiasmo, ajustando la pelota bajo su brazo.
A pesar de no ser el más habilidoso en el fútbol, me encantaba formar parte de aquellos partidos improvisados. Cuando llegaba el momento de elegir equipos, siempre era seleccionado, no por mi destreza con el balón, sino por mi disposición a lanzarme al suelo y sacrificar mi cuerpo para arrebatar el balón a mis oponentes. A menudo, terminaba con heridas y rasguños, pero para mí, valía la pena porque eran minutos de alegría.
Sin embargo, no éramos ajenos a las sombras que acechaban en los rincones oscuros de nuestro barrio. La delincuencia y el tráfico de drogas eran una realidad palpable, pero preferíamos refugiarnos en nuestra amistad, manteniendo una distancia segura de aquellos peligros que amenazaban con desviarnos de nuestro camino. Siempre reunidos en la esquina alrededor de dos bancas, conversando sobre nuestras aventuras del día, colegio, bromas y sobre los dibujos del momento.
En aquel entonces, cuando nos preguntaban sobre nuestros sueños y aspiraciones, las respuestas variaban desde futbolistas hasta empresarios, pero yo, yo soñaba con ser profesor de matemáticas. Era una ambición nacida de mi amor por los números y mi deseo de compartir ese conocimiento con otros. Sin embargo, como suele suceder en la vida, los planes cambian y los caminos se desvían.
A medida que crecíamos, la vida nos lanzaba a diferentes corrientes, separándonos con la misma indiferencia con la que se lleva las hojas secas en otoño. Algunos de mis amigos, arrastrados por las tentaciones del barrio, se perdían en un laberinto de delincuencia que los alejaba cada vez más de los sueños puros de la infancia. Otros, caían en las garras de las drogas, librando una batalla solitaria contra los fantasmas que acechaban en la noche.
Pero entre las sombras, siempre hay destellos de luz. Uno de ellos, encontró su destino en las tablas, deslumbrando con su talento en el mundo de la actuación. Siempre presente en cada protesta contra el gobierno, su voz resonaba con fuerza, clamando por justicia y libertad en un escenario más grande que el de cualquier teatro. Otro, contra todo pronóstico, se convirtió en un ídolo del deporte nacional, desafiando los titulares de la prensa rosa con sus historias de amorío y escándalos que mantenían a todos pegados a las páginas de los tabloides.
Recuerdo exactamente un accidente que pudo haber truncado su carrera, sin embargo, se convirtió en el combustible que lo impulsó hacia la cima. Desde entonces, tuvo claro su propósito. Él se encargaba de contactar a algunos de nosotros para organizar eventos navideños para los niños en el coliseo del distrito, llevando consigo el espíritu de la solidaridad y la generosidad de la que algunos carecían en nuestra época. Era un recordatorio de que, incluso en los tiempos más oscuros, siempre hay lugar para la bondad y la esperanza.
Pero nosotros, los que aún creíamos en los sueños, nos aferrábamos con fuerza a nuestros ideales. Estudiábamos, trabajábamos incansablemente, desafiando las adversidades que la vida nos arrojaba. Porque en medio de la oscuridad, éramos la luz que se niega a apagarse, los arquitectos de nuestro propio destino, construyendo nuestro futuro con determinación y valentía.
A los trece años, mientras jugábamos, un grupo de pandilleros se acercó con su aura intimidante, exigiendo que abandonáramos nuestro campo de juego.
. —¿Has visto a los del Misil rondando por ahí otra vez? —preguntaba uno de los chicos, con un dejo de preocupación en su voz.
—Sí, pero mientras no se metan en nuestro juego, no hay problema —respondía Pepe, con determinación en sus palabras.
Sin embargo, la sombra de la violencia siempre estaba presente, como un fantasma que acechaba en cada esquina del barrio. Muchas veces presenciábamos intercambios de drogas y actos de violencia, pero eso no nos detenía. Nosotros jugábamos por diversión y en cierto grado, como refugio.
—¡Cuidado, chicos! ¡Ahí vienen los del Misil! —gritaba alguien, señalando hacia el grupo de jóvenes que se acercaba con paso firme.
—¿Qué quieren estos tipos ahora? —mascullaba Pepe, con la mandíbula apretada.
—¡Dejen este lugar, chiquillos! ¡Esta es nuestra área ahora! —gritaba el Titi, líder del Misil, con voz afónica y amenazante.
—¡Aquí jugamos nosotros, y aquí nos quedamos! —respondía Pepe, con la mirada desafiante.
Y así, entre palabras afiladas y miradas desafiantes, se desencadenaba una trifulca callejera que dejaba claro que, en aquel barrio, la valentía era moneda corriente.
—¡Pepe, ten cuidado, no te metas en problemas! —le advertía Juan Diego, su hermano menor, tratando de contenerlo mientras se lanzaba al enfrentamiento.
—¡No te preocupes, nadie se mete con nosotros en nuestro territorio! —respondía Pepe, con una sonrisa desafiante en el rostro.
Aunque aquel enfrentamiento nos dejó con más de un rasguño, fortaleció nuestra amistad y nuestra determinación para enfrentar cualquier obstáculo que se interpusiera en nuestro camino. Y así, entre risas y alboroto, continuábamos nuestros juegos como si nada hubiera pasado, porque en aquel barrio, la vida era un partido constante donde la determinación y el coraje eran nuestras mejores armas.
Con el paso del tiempo, cada uno
de nosotros siguió su propio camino. Algunos encontraron el éxito en carreras
inesperadas, mientras que otros lucharon por escapar de las garras del destino
que les había sido asignado. Pero a pesar de las vueltas que dio la vida,
siempre conservé un lugar especial en mi corazón para aquellos niños que una
vez fueron mis compañeros de juegos.
A medida que el barrio cambiaba y evolucionaba, llevaba conmigo el recuerdo imborrable de aquellos tiempos difíciles, recordando la lección de valentía y resiliencia que aprendí junto a mis amigos de la Huaca Casa Rosada. Porque, aunque el tiempo pueda borrar los contornos de aquellos días, los recuerdos perdurarán para siempre, como un faro de esperanza en medio de la oscuridad del pasado.